Por: PEDRO MEDELLÍN TORRES
No son momentos fáciles para nadie. No es fácil para los empresarios estar en la mitad de una pelea política de la que van a terminar siendo quienes asuman los costos de un “acuerdo político” que va a dejar muchos problemas sin resolver. Como tampoco lo es para la izquierda aceptar que sean el clientelismo y la corrupción las únicas llaves que pueden garantizar su permanencia en el poder. Y mucho menos para los cerca de 12 millones de trabajadores informales que, más allá de quién gane la pelea, tengan la certeza de que a ellos no les van a llegar los beneficios de esta reforma laboral.
El problema es que el inmediatismo y la simplificación en la apreciación de los hechos ha legitimado el que en Colombia gobierne la política del miedo. Es decir, aquella que ha permitido al gobernante señalar quién es el enemigo del pueblo y decidir a quién (y cómo) se debe castigar; que ha convertido la exageración, la distorsión de la realidad y la mentira en recursos permanentes para eludir la responsabilidad en los problemas que causa; que le ha tolerado que reniegue de aquellos que un día (siendo parte de su equipo) se atrevieron a cuestionar sus actos, para ser desterrados bajo la acusación de “traición” a la causa; que, no obstante tener la obligación de unir a la nación, la divide entre «nosotros o ellos» en donde unos representan la vida y los otros traen la muerte. Es la política en la que no hay límites políticos, jurídicos o institucionales. Mucho menos éticos ni morales. Lo que importa es que cada iniciativa que se plantea, cada hecho que se crea, no solo capte el interés de todos y se proyecte como el asunto definitivo. El que va a permitir la refundación de un régimen que viene a cobrar los abusos de los más ricos, para reivindicar el abandono de los más pobres. También, y sobre todo, que obligue a todos a estar en estado de alerta en el que las amenazas de guerra a muerte que, a la manera de Goebbels, produzca “un ambiente en el que el miedo justifica el control”.
La razón es simple. El inmediatismo hace creer que todo está bajo control de quien amenaza (incluidos los ciudadanos); que tiene todo el poder para hacer lo que dice y que no hay otro camino que aceptar sus designios si no se quiere que haya más daños. La simplificación hace creer que las tareas de los que se oponen son inútiles y de poca monta. No de otra manera se explica por qué la política del miedo inmoviliza, desarticula y avasalla a la gente. No deja ver cómo los ideales de la democracia se pueden transformar en doctrinas de poder absoluto que arrasan con las instituciones y las sociedades. Y mucho menos permite que la gente entienda que el objetivo de quien gobierna a través del miedo está primero en arrebatar para sí el derecho a la coacción que tiene el Estado (asumirlo como si fuera propio), para luego asegurar que el deber de la obediencia que tienen los ciudadanos con el Estado le sea transferido para que lo glorifique como el máximo líder y único garante de un orden mínimo de seguridad y bienestar para todos.
Hay que perder el miedo a la política del miedo. Y rescatar el horizonte de la política. No solamente como un “acontecimiento ético” (como lo llama Zizek) en el que los códigos y los valores que rigen a los individuos se expresan de manera concreta y consciente en el conjunto de tensiones y conflictos en busca de resolverse, sino campo de confrontaciones en el que las pautas de conducta y comportamiento político de las personas que están al servicio del bien común y las diferencias se tramitan con la fuerza y vigencia de la ley. Somos actores políticos.
Hay que asumir un papel constructivo que asegure el futuro de ese régimen de acuerdos parciales y empates agónicos en que vivimos, con una regla básica e insustituible de orden y respeto por los demás, al que llamamos democracia.

